Un guiso inolvidable

-Lo siento. No sé lo que me ha pasado. Te prometo que no volverá a suceder. Pero, sabes que me gusta encontrarme la cena en el plato cuando llego del trabajo. Pareces tonta. No sé la de veces que te lo he repetido.

Pepa callaba y lloraba por dentro. Su ojo derecho hinchado y morado y el labio partido lo decían todo. Esta vez había tenido suerte. No como hacía una semana cuando que le dio tal paliza que estuvo un día entero sin poder levantarse de la cama y tuvo que bajar la Paquita a prepararles la comida.

-Pepa, así no puedes seguir. Un día de estos te va a matar. ¿Es que no te das cuenta?, le decía Paquita, la vecina del segundo, mientras le pedía medio kilo de filetes de hígado.

-No. Por que antes acabo yo con él. Contestó Pepa, mientras afilaba el cuchillo.

Sin embargo, las palizas y los golpes no eran lo que más le dolían a la Pepa. Su peor pesadilla le esperaba de madrugada. Cuando Mariano con dos copas de más, se le abalanzaba encima y se la follaba como un animal hasta que se quedaba saciado y dormido. Entonces, ella se levantaba de la cama y se encerraba en el baño para lavarse y desprenderse de las caricias apestosas de su marido.

Pepa y Mariano llevaban diez años casados y tenían una casquería en el mercado del pueblo. Ella atendía tras el mostrador con mucho garbo y salero. La Pepa vendía sesos, corazones, sangre y manitas de cerdo como quien vende rosas y claveles. Tenía un arte que quitaba el hipo. Mariano se ocupaba de servir los pedidos a los bares y alguna que otra casa particular, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba en el Chispa tomando cañas y arreglando el país. Vago y mujeriego. Así era el hijo del cura. Una auténtica joya. Pero por más que se lo advirtieron, la Pepa, joven e inexperta, hizo caso omiso y se casó con aquel tunante con los veinte recién cumplidos.

Poco tiempo le duró el amor al Mariano por la Pepa. Las dulces palabras y tiernos afectos se convirtieron con el devenir de la convivencia en puñetazos y en terribles insultos. Pero la Pepa callaba, ya no le quedaban ni lágrimas y tampoco tenía adonde ir. Hasta que un día decidió que aquella no era la vida que ella se merecía e ideó un plan. Se volvió más sumisa y dependiente de lo que ya lo era. Cada noche recibía a su marido con la cena caliente y el vaso de vino en la mesa y le decía a todo que sí. No quería discusiones. Sólo quería que no dejara ni una miga en el plato. Seis meses después, una mañana el Mariano no se levantó para ir a trabajar. Estaba tieso en la cama. A su lado la Pepa. Con decisión y sin brillo en los ojos, le envolvió en la alfombra y le escondió debajo de la cama. Después, se vistió se pintó los labios de rojo y se marchó a la casquería como cada mañana. Con el semblante serio, comunicó a sus clientas y vecinas que el Mariano la había abandonado. Ninguna se sorprendió, porque desde hacía un tiempo le estaba poniendo los cuernos con la Manuela, diez años más joven que ella. La noticia corrió por el pueblo como la pólvora. Ya de vuelta en casa, la Pepa descuartizó al Mariano en la bañera con la única compañía que la radio de fondo. Preparo trozos pequeños de carne y los fue metiendo en bolsas para congelar. A la mañana siguiente, cogió su carro de la compra, lo cargo con los restos de su marido y ya en su puesto de casquería fue metiendo las bolsas en la cámara frigorífica. Allí estuvo el Mariano en trozos un año entero. Hasta que el día que se cumplió un año de su desaparición, la Pepa organizó una comida en su casa para todas sus vecinas y compañeras del mercado.

- ¡Qué bueno te ha salido el guiso, Pepa! le decía Paquita mientras rebañaba el plato con un trozo de pan.

- Nos tienes que dar la receta. ¿Qué has hecho para que la carne te haya quedado tan jugosa y tierna?, añadía la Juana.

- No os lo puedo confesar. Sólo os diré que el secreto no está en la salsa, sino en la carne. ¡Ay Si yo os contara!, reía la Pepa.

 

 

 VIRMA.

       

mar

05

mar

2013

¡Ya tenemos blog! Aquí podremos compartir todos esos textos que escribimos para clase y que nos gustaría a todos volver a leer y volver a comentar.

PENÉLOPE ALMODOVARIANA

 

—Esa falda es demasiado corta y provocadora ¿y esos pechos? ¡Por Dios!

—¡Señora!, ¡me quiere dejar en paz y no repetirme lo mismo todos los días!. Está Usted rayada, y como suegra larga una brasa insufrible.

—Estás faltando el respeto a mi hijo.

—No es cierto, y no me vestiré de negro, ni guardaré más ausencias. Su hijo no está ni muerto ni desaparecido, ¿o acaso ha olvidado que nos escribe todos los años?, así que no queda más remedio que esperar.

Sin duda, la vida le resultaba a mi hombre algo aburrida, pasados los primeros años de arrumacos y locos revolcones, y un día me planté y le dije:

— Mira cariño, lo mejor es que te embarques en busca de esas batallitas contra los vecinos que tanto te gustan y navegues a tus anchas por el Mare Nostrum, que para eso es nuestro.

—Ésta es mi tronca, —me respondió, con una sonrisa más grande que el Titanic.

—Seguiré soñando con tu regreso, —le contesté, y en aquel momento pensé que con mis amigas, con las lecturas, con las clases de punto y con las tertulias hasta el amanecer, tendría suficiente.

Un día de primavera, hace cinco años, largó velas, y sólo tengo noticias suyas por la carta de fin de año, en la que me cuenta todas las locuras y sobresaltos de un viaje tan excitante como el suyo. Pero mira por donde, hace dos años las jodías vecinas, licenciadas en cotilleo y que de todo se enteran, dejaron caer en el mercado, mientras compraba unos boquerones para hacer en vinagre, que en ese periplo, mi hombre, de vez en cuando se echaba al agua con la disculpa de quitarse la mugre, y en realidad a lo que se dedicaba era a pulirles las escamas a las graciosa pobladoras del dichoso Mare Nostrum, ¡que también era de ellas! Es más, dejaron entrever con sonrisas de zorra, que las de la colita bífida le acariciaban la oreja y otras cosas que se callaron por pudor. ¿Cómo se habrían enterado, esas pécoras? ¿Y si fuera cierto?

En aquel momento casi se comen los boquerones crudos, y los tirones de pelo no se los habría quitado nadie, pero al final me contuve, pues sería pedirle demasiado a él, siempre rodeado de zafios y rudos colegas de mareas. Además ¿Qué esfuerzos no haría el pobre para que me llegara puntualmente la paguita todos los meses y pudiera permitirme algún capricho? ¿No era eso la enjundia del amorío?

Pero ya en casa, agarré un rebote guapo que removió mis adentros, y a partir de aquello, decidí sacarle jugo al esqueleto. Ropa ajustada a tope y provocativa, colores chillones, melena teñida a juego con labios reventones y chupa de cuero. ¡Una petarda de manual! Y comencé a oír de todo en la calle: Ardientes requiebros envenenados, piropos de andamio como Dios manda, palabras mayores no aptas para menores y algunas frasecitas de buen rollo, pero las menos.

Y resultó que al poco del cambio muchos estaban pendientes de si entraba, si salía, si hacía o si deshacía, y yo controlando el tempo como una reinona. Hábilmente los manejaba para que me acompañaran al cine, a pasear a media tarde, y de vez en cuando a tomar unas tortitas con nata que eran mi perdición. De lo otro que siempre perseguían y tanto les privaba, sólo la prueba y nada más, para que no se aficionaran al peligroso buceo sin escafandra.

Y en esto llegó la carta de fin de año, eso sí, con algunas escamitas pegadas al papel, que hasta las olió el perro. ¿Qué habrá estado tocando éste? pensé. Pero de nuevo me contuve.

Hemos encontrado el paraíso, te quiero a mi lado tía, y con lo que hemos trincado con las batallitas compraremos una casa con vistas a nuestro mar. Los aborígenes llaman al lugar por un nombre extraño, Lloret de Mar, o algo parecido, y está lleno de sirenas sin cola ni escamas, que dicen ser rusas.

No lo pensé dos veces, tiré al pozo los manuales de Aprenda a tejer en casa, editados por CEAC, todas las madejas de colores y media docena de agujas y me puse la falda más corta que tenía en el ropero. Me embutí en unos pantis rojos llamativos a tope, y subida a las plataformas de Drag Queen, marché corriendo a casa de mi suegra para decirle:

—Señora, ¡que me las piro! Lo suyo no ha sido un placer, ha sido un Via crucis.

Puso el grito en el cielo y mirándome de arriba abajo, me dedico una colección de lindezas: Golfa, descarada, putón verbenero, y otras que no merecía ni quise oír.

Emocionada cogí un Taxi y con lágrimas en los ojos, le supliqué al conductor: Rápido al puerto, que quiero conocer cuanto antes el paraíso terrenal.

 

 

Madrid, 2 de abril de 2013                                                Ángel Basante

 

 

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Esta página web se la dedico a todos los profesores que me enseñaron a amar la literatura y la enseñanza. A todos ellos: GRACIAS.